Te vi de canto Prod. Patricio Sid
Rô Rosa
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De capitulo dos: Minerva 1941 Los campesinos en los alrededores de la finca dicen que el clavo no cree en el martillo antes de que lo golpee. Todo lo que me contó Sinita lo archivé como un terrible error que no volvería a repetirse. Luego el martillo cayó con toda su fuerza en nuestro propio colegio, sobre la ca- beza de Lina Lovatón. Sólo que ella dijo que era amor, y partió, feliz como recién casada. Lina era un par de años mayor que Elsa, Lourdes, Sinita y yo, pero ese último año que pasó en el Inmacu- lada todas estábamos en el mismo dormitorio de las muchachas entre quince y diecisiete años. Llegamos a conocerla, y a quererla, lo que era lo mismo cuando se trataba de Lina Lovatón. Todas la respetábamos como si fuera mucho mayor que las otras muchachas de diecisiete años. Parecía de más edad, alta, de pelo rubio rojizo y una piel como de pan recién horneado, de un dorado tibio. Una vez, cuando sor Socorro estaba en el convento y Elsa la empezó a mo- lestar en el cuarto de baño, Lina se quitó la bata y nos mostró cómo seríamos en unos pocos años. Cantaba en el coro con una voz clara y hermosa, co- mo la de un ángel. Escribía con una letra de trazo elegan- te, como la de los viejos misales con cierres de plata que sor Asunción había traído de España. Lina nos enseñó a ondularnos el pelo y a hacer una reverencia cuando cono- ciéramos a un rey. Nosotras la observábamos. Todas está- bamos enamoradas de nuestra bella Lina. Las monjas también la amaban; siempre la elegían para que leyera la lección durante las comidas silenciosas o para que llevara la Virgencita en las procesiones de la Hermandad de María. Con la misma frecuencia que a mi hermana Patria, a Lina le otorgaban la cinta semanal de buena conducta, y ella la llevaba con orgullo, en bando- lera, cruzada sobre la parte delantera de su uniforme de sarga azul. Todavía recuerdo la tarde en que todo empezó. Es- tábamos afuera, jugando voleibol, y Lina, nuestra capita- na, nos conducía a la victoria. Se le estaban deshaciendo las trenzas, y tenía la cara rosada de tanto correr aquí y allá tras la pelota. Sor Socorro vino, apurada. Lina Lovatón debía ir de inmediato. Había llegado a visitarla una persona im- portante. Eso era muy inusual, pues no se permitían visi- tas entre semana y las hermanas eran muy estrictas con el reglamento. Lina obedeció. Sor Socorro le iba arreglando las cintas del pelo y enderezando los pliegues de la falda del uniforme. El resto de nosotras siguió con el partido, pero no era tan divertido ahora que no estaba nuestra querida capitana. Cuando volvió Lina, vimos que llevaba una medalla brillante prendida al uniforme sobre el seno izquierdo. La rodeamos, queriendo saber quién había sido la im- portante visita. —¿Trujillo? —le preguntamos—. ¿Vino a visitarte Trujillo? Sor Socorro vino por segunda vez ese día, hacién- donos callar. Debíamos esperar a esa noche, cuando apa- garan las luces, para oír la historia de Lina. Resultó que Trujillo había ido a visitar la casa de un oficial al lado del colegio y, atraído por los gritos de nuestro partido de voleibol, salió al balcón. Cuando vio a la bella Lina, se dirigió de inmediato al colegio, segui- do por sus sorprendidos edecanes, e insistió en conocer- la. No aceptaría una negativa. Sor Asunción terminó por ceder y mandó a buscar a Lina Lovatón. Lina dijo que las rodearon los soldados. Trujillo se quitó una de las medallas de su propio uniforme y se la prendió sobre el de ella. —¿Qué hiciste tú? —preguntamos a coro. Bajo la luz de la luna que entraba por las persianas abiertas, Lina Lo- vatón nos lo mostró. Levantando el mosquitero, se puso de pie frente a nosotras e hizo una profunda reverencia. Pronto, cada vez que Trujillo llegaba a la ciudad —y estaba en La Vega con mayor frecuencia que nunca— venía a visitar a Lina Lovatón. Le enviaba obsequios al colegio: una bailarina de porcelana, botellitas de perfu- me que parecían joyas y olían como desearía un jardín de rosas, una caja de satén con un dije en forma de un cora- zón de oro para una pulsera que le había regalado antes y que ya tenía un dije que era una «L» gigantesca. Al principio las monjas estaban asustadas. Pero lue- go empezaron a recibir regalos ellas también: piezas de muselina para hacer sábanas, y tela de toallas, y una do- nación de mil pesos para una nueva estatua de la Madre Misericordiosa que estaba tallando un artista español que vivía en la capital. Lina siempre nos contaba acerca de las visitas de Trujillo. Cuando él venía, era excitante para todas. Para empezar, suspendían las clases y la escuela era invadida por soldados que revisaban nuestros dormitorios. Cuando terminaban, montaban guardia mientras nosotras intentá- bamos arrancar una sonrisa a sus caras de piedra. Mien- tras, Lina desaparecía en la misma sala donde nuestras madres nos habían entregado aquel pri mer día. Según nos informaba Lina, la visita empezaba por lo general con unos versos que le recitaba Trujillo; luego le decía que llevaba en su persona una sorpresa que ella debía bus- car. Algunas veces le pedía que cantara o bailara. Lo que más le gustaba era que ella jugara con las medallas sobre su pecho, que las quitara y las volviera a poner. —Pero ¿tú lo amas? —le preguntó Sinita una vez. La voz de Sinita sonaba tan asqueada como si le estuvie- ra preguntando si se había enamorado de una tarántula. —Con todo mi corazón —le respondió Lina con un suspiro—. Más que a mi vida. Trujillo siguió visitando a Lina y enviándole regalos y esquelas de amor, que ella compartía con nosotras. Excepto Sinita, creo que todas nos estábamos enamo- rando del héroe fantasmal creado por el dulce y simple corazón de Lina. Nos habían dado un retrato de Trujillo en la clase de Cívica. Ahora lo busqué en el fondo del ca- jón, donde lo había sepultado por consideración a Sinita, y lo puse debajo de la almohada, para que me protegiera contra las pesadillas. Cuando Lina cumplió los diecisiete años, Trujillo ofreció una fiesta en la nueva casa que acababa de cons- truir en las afueras de Santiago. Lina estuvo ausente toda una semana en esa ocasión. El día de su aniversario, pu- blicaron una foto de Lina a página entera en los diarios, y debajo un poema escrito por Trujillo: Nació reina, no por dinástico derecho sino por el de la belleza que la divinidad envía al mundo sólo raras veces. Sinita afirmaba que lo había escrito alguien por él, porque Trujillo apenas sabía garabatear su propio nombre. —Si yo fuera Lina... —decía siempre, y extendiendo la mano derecha parecía apretar un racimo de uvas hasta exprimirle todo el jugo. Pasaron las semanas y Lina no volvió. Por fin, las hermanas anunciaron que por orden del gobierno se le otorgaría a Lina su diploma in absentia. —¿Por qué? —le preguntamos a sor Milagros, que seguía siendo nuestra favorita—. ¿Por qué no regresa con nosotras? Sor Milagros meneó la cabeza y volvió la cara, pe- ro no antes de que alcanzáramos a ver lágrimas en sus ojos. Ese verano descubrí por qué. Papá y yo íbamos a Santiago con un reparto de tabaco en el camión. Papá se- ñaló una alta verja de hierro, y detrás una mansión enor- me con muchas flores y los setos cortados con formas de animales. —Mira, Minerva: una de las novias de Trujillo vive aquí, tu antigua compañera, Lina Lovatón. —¡¿Lina?! —sentí una opresión en el pecho, como si no pudiera respirar—. Pero Trujillo está casado —di- je—. ¿Cómo puede Lina ser su novia? Papá me miró un rato largo antes de hablar. —Tiene muchas novias, en toda la isla, en casas in- mensas y elegantes. Lina Lovatón es un caso triste, por- que la pobrecita lo quiere de verdad. Aprovechó la oportunidad para darme un sermón con las razones por las que las gallinas no deben alejarse de la seguridad del gallinero. Ese otoño, de vuelta en el colegio, durante una de nuestras sesiones nocturnas, salió a relucir el resto de la historia. Lina Lovatón estaba embarazada en la man- sión. Doña María, la esposa de Trujillo, se enteró y la persiguió con un cuchillo. Entonces Trujillo envió a Li- na a una casa que le compró en Miami, donde estaría a salvo. Ella vivía allí, sola, esperando que él la llamara. Yo creo que ahora había otra muchacha bonita que aca- paraba su atención. —Pobrecita —coreamos todas, como diciendo amén. Nos quedamos calladas, pensando en el triste fin de nuestra hermosa Lina. Sentí que me faltaba el alien- to otra vez. Al principio creía que se debía a las vendas que me ataba alrededor del pecho, para que no me cre- cieran los senos. Quería asegurarme de que no me pa- sara lo mismo que a Lina Lovatón. Pero cada vez que me enteraba de un nuevo secreto acerca de Trujillo sentía que se me apretaba el pecho, aunque no llevara puestos los vendajes. —Trujillo es un demonio —dijo Sinita mientras caminábamos en puntillas de vuelta a nuestras camas, que nos arreglamos para que otra vez estuvieran juntas ese año. Pero yo estaba pensando, «No, es un hombre». Y, a pesar de todo lo que había oído, le tenía lástima. ¡Pobre- cito! Por las noches debía de tener pesadillas, igual que yo, al pensar en todo lo que había hecho. Abajo, en la sala oscura, el reloj marcaba las horas como golpes de martillo. La representación 1944 Era el centenario de nuestra patria. Desde el Día de la Independencia, el 27 de febrero, había habido ce- lebraciones y representaciones. Patria celebró su vigé- simo cumpleaños ese día, y dimos una gran fiesta en Ojo de Agua. Ésa fue la manera en que nuestra familia orga- nizó un acto patriótico para demostrar su apoyo a Truji- llo. Simulamos que la fiesta era en su honor, con Patria vestida de blanco, su hijito Nelson de rojo, y Pedrito, su marido, de azul. Ah, sí, su sueño de ser monja no había resultado. No sólo mi familia hacía una gran demostración de lealtad, sino todo el país. Ese otoño, de vuelta en el cole- gio, recibimos nuevos libros de historia con un retrato de ya saben quién grabado en relieve en la tapa, de modo que hasta un ciego se daba cuenta a quién se referían to- das esas mentiras. Nuestra historia ahora seguía el argu- mento de la Biblia. Los dominicanos habíamos aguarda- do durante siglos el advenimiento de Nuestro Señor Trujillo. Era un asco. «En toda la naturaleza hay una sensación de éxtasis. Una extraña luz sobrenatural impregna la ca- sa; huele a trabajo y santidad. El 24 de octubre de 1891 la gloria de Dios hizo carne en un milagro. ¡Ha nacido Rafael Leónidas Trujillo!» En nuestra primera reunión, las hermanas anuncia- ron que, gracias a una generosa donación de El Jefe, se había agregado un nuevo pabellón de recreación bajo te- cho. El gimnasio se llamaría Lina Lovatón, y dentro de pocas semanas tendría lugar allí un concurso de declama- ción para todo el colegio. El tema sería nuestro centena- rio y la generosidad de nuestro bondadoso Benefactor. Cuando se hizo el anuncio, Sinita, Elsa, Lourdes y yo nos miramos, decidiendo que haríamos nuestra pre- sentación juntas. Juntas habíamos ingresado en el In- maculada hacía seis años, y ahora todas nos decían las cuatrillizas. Sor Asunción siempre bromeaba con que cuando nos graduáramos, en un par de años, iba a tener que separarnos con un cuchillo. Preparamos arduamente nuestra participación, prac- ticando todas las noches, cuando se apagaban las luces. Habíamos escrito lo que decía cada una en vez de recitar frases de un libro, para poder decir lo que queríamos y no lo que los censores querrían que dijéramos. No porque fuéramos estúpidas como para hablar mal del gobierno. Nuestro cuadro estaba ambientado en la antigüedad. Yo desempeñaba el papel de la Madre Pa- tria esclavizada, y debía permanecer atada durante toda la representación hasta ser liberada por Libertad, Gloria y la narradora. El objeto era recordar al público cómo ganamos nuestra independencia hacía cien años. Luego, todas cantábamos el himno nacional y hacíamos la reve- rencia que nos había enseñado Lina Lovatón. Nadie po- dría molestarse con eso. La noche del concurso casi no pudimos comer, de tan nerviosas y excitadas que estábamos. Nos vestimos en una de las aulas, ayudándonos con los trajes y el maquilla- je, permitido para la ocasión. Por supuesto, no nos lava- mos bien después, de manera que al día siguiente segui- mos con los ojos sensuales, los labios pintados y los rasgos resaltados con maquillaje, como si no estuviéramos en un colegio religioso sino ya saben dónde. Y nuestro cuarteto fue el mejor, por mucho. Debi- mos saludar tantas veces que todavía estábamos en el esce- nario cuando salió sor Asunción para anunciar quiénes habían ganado. Empezamos a retirarnos pero ella nos hi- zo retroceder. El auditorio estalló en furiosos aplausos y silbidos que estaban prohibidos por no ser propios de seño- ritas. Pero sor Asunción parecía haber olvidado sus pro- pias reglas. Levantó la cinta azul porque nadie se callaba para oír el anuncio de que nosotras habíamos ganado. Lo que oímos cuando por fin el público se tranquilizó fue que nos enviarían con una delegación de La Vega a la capital, para representar el acto premiado ante Trujillo en ocasión de su cumpleaños. Nos miramos las cuatro, atóni- tas. Las monjas no habían dicho nada acerca de esta segun- da representación. Más tarde, cuando nos des vestíamos en el aula, discutimos la posibilidad de devolver el premio. —Yo no voy —anuncié, lavándome la pintura de la cara. Quería protestar, pero no sabía cómo hacerlo. —Hagámoslo, por favor —suplicó Sinita. Había tan- ta desesperación en su cara que Elsa y Lourdes la secun- daron. —¡Pero hemos sido engañadas! —les recordé. —Por favor, Minerva, por favor —insistió Sinita con tono lisonjero. Me abrazó, y cuando intenté separar- me me besó en la mejilla. No podía creer que Sinita quisiera realmente hacer eso, considerando la manera en que pensaba su familia acerca de Trujillo. —Pero Sinita, ¿por qué quieres actuar para él? Sinita se irguió con tanto orgullo que en realidad parecía la Libertad. —No es para él. Nuestra obra es acerca de una épo- ca en que éramos libres. Es como una protesta encubierta. Eso decidió el asunto. Acepté ir, con la condición de que actuáramos vestidas como muchachos. Al principio mis amigas protestaron porque teníamos que hacer cam- bios del género femenino al masculino, de modo que las rimas no funcionarían. Pero a medida que se iba acercan- do el gran día, más nos perseguía el fantasma de Lina mientras hacíamos de marineros en el gimnasio Lina Lo- vatón. Su bello retrato miraba a través del espacio al cua- dro de El Jefe, en la pared opuesta. Fuimos a la capital en un carro grande cedido por el Partido Dominicano de La Vega. En el camino, sor Asunción nos leyó la epístola, como llamaba ella a las re- glas que debíamos observar. Nuestra actuación era la tercera en la categoría de escuelas de niñas, a las cinco. Debíamos permanecer hasta el final de las participacio- nes de La Vega y estar en el colegio para tomar el jugo a la hora de ir a dormir. —Deben demostrar a la nación que son sus joyas, las niñas del Inmaculada Concepción. ¿Está claro? —Sí, sor Asunción —respondimos a coro, abstraí- das. Estábamos demasiado excitadas por nuestra gloriosa aventura para prestar atención a las reglas. En el trayec- to, cada vez que nos rebasaban apuestos muchachos en sus veloces carros de lujo, saludábamos con la mano y fruncíamos la boca. En una oportunidad un carro ami- noró la velocidad, y los muchachos que iban en él nos lanzaron piropos. La hermana los miró con un gesto adusto y se dio vuelta para ver qué estaba pasando en el asiento trasero. Nosotras miramos inocentemente el ca- mino, cuarteto de ángeles. No necesitábamos el acto pa- ra dar nuestra mejor representación. A medida que nos acercábamos a la capital, Sinita callaba más y más. Había una expresión triste y pensati- va en su rostro. Sabía a quién echaba de menos. Cuando nos dimos cuenta, estábamos esperando en la antesala del palacio, junto con otras niñas provenien- tes de colegios de todo el país. Sor Asunción entró, ha- ciendo crujir su hábito con aire de importancia, y nos in- dicó que avanzáramos. Nos condujo a una gran sala, más grande que ningún salón que yo hubiera visto nunca. Por un pasillo abierto entre las sillas, llegamos al centro del recinto. Dimos vueltas en círculos, para tratar de ver dónde estábamos. Entonces lo reconocí bajo un palio de banderas dominicanas: el Benefactor, de quien había oí- do hablar toda mi vida. En su gran trono dorado parecía más pequeño de lo que yo imaginaba, pues siempre lo veía, inmenso y amenazante, sobre alguna pared. Llevaba un elegante uniforme blanco con charreteras doradas y una coraza de medallas, como un actor que desempeñaba un papel. Nos ubicamos en nuestros lugares, pero él no pa- reció notarlo. Estaba vuelto hacia un hombre joven, sentado a su lado, que también usaba uniforme. Yo sabía que era su apuesto hijo Ramfis, coronel del ejército desde los tres años de edad, cuyo retrato siempre apa- recía en los diarios. Ramfis nos miró y le susurró algo a su padre, que se rió fuerte. «Qué groseros», pensé. Después de todo, no- sotras estábamos allí para hacerles un cumplido. Lo me- nos que podían hacer era fingir que no parecíamos unas tontas con nuestras togas como globos, nuestras barbas y arcos y flechas. Con una indicación de cabeza, Trujillo nos ordenó empezar. Nos quedamos congeladas, mirando con la boca abierta, hasta que Sinita por fin nos infundió valor al to- mar su lugar. Me alegraba que yo tenía que estar reclinada en el suelo, porque me temblaban tanto las rodillas que temía que la Patria se desmayara en cualquier momento. De milagro recordamos nuestras líneas. Mientras las decíamos en voz alta, nuestras voces iban ganando confian- za y se tornaban más expresivas. En una oportunidad, cuan- do miré por un instante, vi que el apuesto Ramfis y hasta El Jefe estaban cautivados por nuestra representación. Avanzamos sin novedad hasta el momento en que Sinita debía ponerse delante de mí, la Patria esclavizada. Después que yo dijera: «Desde hace un siglo, languideciente, encadenada, ¿puedo ahora aspirar a ser de mi dolor liberada? ¡Ay, libertad, despliega tu arco brillante!» Sinita debía dar un paso adelante y mostrar su arco brillante. Después de arrojar flechas imaginarias a ene- migos imaginarios, debía desatarme y, de esa manera, li- berarme. Pero cuando llegamos a esta parte, Sinita siguió avanzando y no se detuvo sino cuando llegó frente a Tru- jillo. Lentamente levantó el arco, y apuntó. Se hizo un si- lencio agobiante en el salón. Veloz como una bala, Ramfis saltó de su asiento y se interpuso entre su padre y nuestro paralizado cuadro. Le arrancó el arco a Sinita y lo partió en dos sobre su rodi- lla. El crujido de la madera al quebrarse hizo aflorar un tumulto de murmullos y susurros. Ramfis miró fijamen- te a Sinita, que le devolvió la mirada. —No debes jugar así —dijo él. —Es parte de nuestro acto —mentí. Seguía atada, sobre el piso—. No tenía ninguna mala intención. Ramfis me miró, luego miró a Sinita. —¿Cómo te llamas? —Libertad —respondió Sinita. —¡Tu verdadero nombre, Libertad! —gritó él, co- mo si ella fuera un soldado en su ejército. —Perozo —contestó ella con orgullo. Él levantó una ceja, intrigado. Y luego, como el hé- roe de un cuento, me ayudó a levantarme. —Desátala, Perozo —le ordenó a Sinita. Pero cuando ella se acercó para aflojarme los nudos, él le aga- rró las manos y se las puso en la espalda. Escupiendo las palabras, ordenó: —¡Usa tus dientes caninos, perra! Sus labios formaron una sonrisa siniestra al ver que Sinita se arrodillaba y me aflojaba los nudos con los dientes. Una vez que tuve las manos libres logré salvar la si- tuación, según me dijo luego Sinita. Desplegué mi capa con un floreo, mostrando mis brazos pálidos y cuello desnudo. Con voz temblorosa empecé un canto que fue seguido por un coro a viva voz: «¡Viva Trujillo! ¡Viva Trujillo! ¡Viva Trujillo! ¡Viva Trujillo!». De camino a casa, sor Asunción nos reprendió. —No fueron las joyas de la nación. No obedecieron mi epístola. A medida que se iba oscureciendo el camino, los fa- ros proyectaban luces que se iban llenando de cientos de luciérnagas enceguecidas. Donde se estrellaban contra el parabrisas dejaban marcas borrosas, hasta que pareció que estaba contemplando el mundo a través de una cor- tina de lágrimas.